Ya no estoy aquí

El director Fernando Frías, quien comúnmente ha hecho televisión de comedia y un poco de documental, incursiona en el largometraje dramático con el pie derecho y de manera contundente; mostrando una visión fresca y un ojo educado que derrocha talento.

La película narra la historia de Ulises, un joven “cholombiano” perteneciente a una pandilla de las colonias más necesitadas de Monterrey durante el sexenio de Felipe Calderón y cuyo máximo interés es bailar lo que llama la “cumbia relajada” y de la cuál ha derivado su sentido de identidad y pertenencia: vestimentas, peinados, actitudes, vocablos, señas y demás signos, que le proveen una relación tribal, una subcultura.

Pero a diferencia del Ulises de Homero, éste joven tendrá que emprender una travesía “al otro lado” (Estados Unidos) no por gusto, sino huyendo de la violencia del narcotráfico.

Sin embargo, la película no es acerca del narco o la violencia imperante en los barrios más necesitados, sino del impacto que ese contexto ejerce sobre su protagonista. La película grita la tesis “¿Quién eres?” y sobretodo se pregunta hasta donde la respuesta está delimitada por el contexto en el que naces y creces. ¿Nuestro destino está marcado por nuestra “buena o mala suerte” por el contexto en el nacimos?

La película ganó en 2019 en el festival de Morelia, pero pasó por las salas de cine sin pena ni gloria. Es hasta ahora que goza de nuevo e importante impulso por la plataforma de Netflix, que adquirió los derechos de su exhibición y que la lanzó en su plataforma a finales de Mayo.

La narración alternada entre dos tiempos es particularmente efectiva porque precisamente apoya la tesis de un joven que no puede soltar su pasado, que es incapaz de seguir adelante, pero que al mismo tiempo se convierte en víctima de las nuevas circunstancias. En Estados Unidos las cosas no son más amables y las circunstancias siempre le parecen adversas; en parte por no saber el idioma, pero sobretodo por no tener las herramientas de comportamiento social que le impiden siempre estar con la guardia arriba. Pero más importante, que lo despojan de su sentido de arraigo, de pertenencia, de identidad y lo dejan bailando solo, sin música, sin ser de este lado o del otro, y que precisamente hacen que la imagen que vemos nos grite lo que su protagonista no puede: aunque estoy aquí, ya no estoy aquí.

Las actuaciones, encabezadas por Juan Daniel García Treviño, son simplemente extraordinarias. El director logra obtener una frescura casi de documental que es difícil de ver en el cine mexicano. Quizá la clave fue el contratar actores NO “profesionales”.

La puesta en escena habla de un cineasta con conocimiento del séptimo arte y de las nuevas corrientes en cuestiones de encuadres y movimientos. Dollys lentos hacia atrás que enmarcan la escena como una ventana a este mundo. Reglas de tercios que se rompen para marcar el desequilibrio en el que se vive. Audios de discursos políticos que se yuxtaponen a la realidad que vemos. Y la música y el baile que casi son un personaje más.

Además rompe con las reglas formales de guion y simplemente te va presentando viñetas que poco a poco arman un rompecabezas que nos cuestiona a todos sobre la marginación y las pocas oportunidades que tanto en México como en Estados Unidos se han creado con el sistema capitalista; y que han obligado a los que padecen esta situación, a refugiarse en aquello que les compense ese dolor y que les haga tocar el cielo brevemente, aunque sea por un momento, aunque sea con un baile.

Con claras referencias a Los Olvidados de Luis Buñuel o Ciudad de Dios de Fernando Meirelles, el director Fernando Frías inicia su trayecto hacia los altos peldaños del cine Mexicano.

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